miércoles, 11 de mayo de 2011

EL CANTOR




EL CANTOR


Un cantor

Desde este perfil no libresco, Sabines construye su obra como un registro de días que alude llana y sabiamente a la crianza de sus hijos, al lloro de sus muertos, a sus amistades, a sus amores y cuitas, a sus ocios y sus juegos. Por eso, los temas que surcan su obra pueden resumirse en los grandes trazos del amor y el sufrimiento, esas emociones contrastantes de vinculación y soledad, de comunión y extrañamiento.



En sus mejores momentos, Sabines celebra el amor con un lenguaje como salido de El cantar de los cantares, sorprendentemente preciso, prístino y original, lleno de evocaciones y referencias vívidas y concretas, con personajes entrañables, con una capacidad asombrosa para reproducir y transmitir experiencias sensoriales. Sabines dota al amor de una aura de autenticidad y sacralidad y de una riqueza de matices que van de la contemplación más sublime a la sexualidad más animal.



Si Sabines es el poeta de la celebración amorosa, también es el poeta de la queja y emula el lamento de Job, en este caso con un acento hosco y blasfemo, que expresa su perplejidad ante el sinsentido de la desdicha, ante la adversidad inexplicable y ante el silencio divino. Por ejemplo, la elegía a su padre (en el otro extremo de la luminosa y serena despedida de la madre) es un contacto gutural con la muerte, con su abominable amenaza y su final cumplimiento en la persona amada. Sabines se convierte entonces en la expresión doliente del agobiado, del menesteroso, del fracasado, del que sufre el golpe súbito de la desgracia o la lenta agonía de lo cotidiano.



No es extraño que el discurso poético hondo y directo con que Sabines aborda estas vivencias (el amor, el deseo, la enfermedad, la miseria, la desolación, el hastío, el cansancio) lo identifiquen tanto con el lector habitual como con un lector no sofisticado, ávido de verse reflejado en el espejo esquivo y opaco de la poesía contemporánea.



Desgraciadamente, en esta pretensión de volver cada trazo suyo un paradigma de pureza de sentimientos y una cifra de la condición humana, Sabines llega a crear una nueva retórica: la voz imantada se vuelve predecible y sentenciosa, las técnicas musical y poética se relajan, los recursos coloquiales y autorreferentes que se utilizaban ocasionalmente se vuelven norma y, a menudo, la intimidad del autor se transmite, sin pudor ni mediaciones poéticas, a un auditorio que se supone previamente fascinado. Por supuesto, en la madurez de Sabines hay momentos excepcionales y nada menos que un poema fundamental en la lírica hispánica como es “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”, pero gran parte de la producción ulterior a sus 30 desmerece ante la irreverencia, novedad y oficio del joven poeta.



En un arte poética moderna que, con cierto despecho, se refugia en las catacumbas o las Torres de Marfil, no es fácil asimilar a un poeta como Jaime Sabines, que genera simpatía y familiaridad con las masas de lectores y convoca multitudes a sus recitales. Por eso, en cierto momento, romper con su poesía se volvió un rito de iniciación para profesionales, una suerte de manifiesto estético que resguardaba contra el contagio populista

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